lunes, 11 de agosto de 2014

Post Mórtem

“Cáncer”, me dijeron. Lo traduje a la expresión  “fin”, que para mi desgracia, no demoró en llegar. Sin despedidas, sin daños colaterales, solamente mi cuerpo sucumbiendo al llamado de la tierra. Seducido al fin por la dulce voz de la muerte, a la que después de haber retado estúpidamente en mi juventud, llego ahora desnudo e indefenso.
Observo mi cuerpo tendido sobre una camilla metálica. Reconozco el aire lúgubre de aquél lugar, la morgue. Ver mi propio cuerpo inerte, imposibilitado para siempre y sin más destino que la putrefacción, hace que me recorra un aire nostálgico, dejándome helado al comprender la realidad. Había muerto, sí. Y aunque nada había dejado en este mundo humano, me invadía el miedo. La extrañeza de mi entorno me hacía desear volver a la vida al decrépito y canceroso cadáver que yacía frente a mí.
¿Dónde estaba aquella luz al final del túnel?, ¿dónde los arcángeles tocando las trompetas de mi llegada?, o si ese fuera el caso,  ¿dónde arden las llamas que nunca se apagan? “Soy un errante”, me dije con pesar, “mis pecados me han condenado al exilio”.
El sonido repentino de pasos aproximándose me sustrajo de aquella confusión. Pude ver una hermosa criatura de rostro rosado y melena color sangre vestida totalmente en blanco. “Un ángel” pensé, “me tomará con sus guantes de látex y me mostrará el camino”.
La observé dirigiendo con gran esfuerzo la camilla hacia las brillantes estanterías donde descansaban en tranquilidad un par de víctimas, mis compañeros de desgracia. Me volví a mi alrededor buscándolos, pero no los pude ver.  Absorta por completo entre papeles y carpetas, vuelve a leer en mi etiqueta el nombre que llevé en vida.  Un  movimiento súbito la hace volverse violentamente, levantando en la brisa el olor de sus cabellos. “Reflejos”,  dice tranquilizándose. Su mirada se vuelve a perder en mi carpeta y yo, poco a poco me entrego al pánico. Supongo que nadie está listo para resignarse  a la oscuridad eterna. En un acto desesperado y sin sentido, me tiendo sobre el rigor de mi propio cadáver como haciendo posesión.
Ausencia de luz. Poco a poco una sensación familiar se encuentra con mi forma etérea. Soledad y paz…

Abro los ojos. En la luz del reflejo metálico me contemplo como si asomara al borde del abismo, ahí sentado frente al espejo infinito de lo futuro, leyendo estas palabras desde el inmenso libro de la vida.
Una cálida mano cerrando mis párpados. Oscuridad... luego, la nada. 

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