“Cáncer”, me
dijeron. Lo traduje a la expresión “fin”, que para mi desgracia, no demoró en llegar.
Sin despedidas, sin daños colaterales, solamente mi cuerpo sucumbiendo al
llamado de la tierra. Seducido al fin por la dulce voz de la muerte, a la que
después de haber retado estúpidamente en mi juventud, llego ahora desnudo e
indefenso.
Observo mi cuerpo
tendido sobre una camilla metálica. Reconozco el aire lúgubre de aquél lugar,
la morgue. Ver mi propio cuerpo inerte, imposibilitado para siempre y sin más
destino que la putrefacción, hace que me recorra un aire nostálgico, dejándome helado
al comprender la realidad. Había muerto, sí. Y aunque nada había dejado en este
mundo humano, me invadía el miedo. La extrañeza de mi entorno me hacía desear
volver a la vida al decrépito y canceroso cadáver que yacía frente a mí.
¿Dónde estaba aquella
luz al final del túnel?, ¿dónde los arcángeles tocando las trompetas de mi
llegada?, o si ese fuera el caso, ¿dónde
arden las llamas que nunca se apagan? “Soy un errante”, me dije con pesar, “mis
pecados me han condenado al exilio”.
El sonido
repentino de pasos aproximándose me sustrajo de aquella confusión. Pude ver una
hermosa criatura de rostro rosado y melena color sangre vestida totalmente en
blanco. “Un ángel” pensé, “me tomará con sus guantes de látex y me mostrará el
camino”.
La observé
dirigiendo con gran esfuerzo la camilla hacia las brillantes estanterías donde
descansaban en tranquilidad un par de víctimas, mis compañeros de desgracia. Me volví a mi
alrededor buscándolos, pero no los pude ver. Absorta por completo entre papeles y carpetas,
vuelve a leer en mi etiqueta el nombre que llevé en vida. Un movimiento súbito la hace volverse
violentamente, levantando en la brisa el olor de sus cabellos. “Reflejos”, dice tranquilizándose. Su mirada se vuelve a
perder en mi carpeta y yo, poco a poco me entrego al pánico. Supongo que nadie
está listo para resignarse a la
oscuridad eterna. En un acto desesperado y sin sentido, me tiendo sobre el
rigor de mi propio cadáver como haciendo posesión.
Ausencia de luz. Poco a
poco una sensación familiar se encuentra con mi forma etérea. Soledad y
paz…
Abro los ojos. En la luz del
reflejo metálico me contemplo como si asomara al borde del abismo, ahí sentado
frente al espejo infinito de lo futuro, leyendo estas palabras desde el inmenso
libro de la vida.
Una cálida mano
cerrando mis párpados. Oscuridad... luego, la nada.
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